Otra vez, aquí. Merodeadores.
Acechando con un sigilo impredecible, creen que no sé que me
observan, que no los presiento, cercanos, contradictorios, crueles. Repitiendo
esa maléfica canción, la que me había hecho creer que tenía el derecho a
olvidarlos, que al fin podía permitir no tenerlos tan presentes. Pero no, me lo
hacen saber. El tiempo ni perdona, ni olvida. Me reconocen, siempre me
reconocen y regresan a mí, sin perdón, sin excusas, sin palabras.
Es entonces cuando el silencio grita y su peor momento aguarda
en la noche. No descanso, los viejos trucos ya no sirven, hace tiempo que
dejaron de funcionar, lamparilla, televisor, voz baja, no, ellos están ahí. Espectadores
entre las sombras, curiosos en la desgracia que andan paleando. Susurran, rechinan,
no tengo derecho a olvidar y yo me rindo, les cedo este pulso que creí haber
ganado.
Es entonces ante la agonía que me destruye que remuevo, dando un
giro a esta miseria en la que estoy envuelta, ¡Detente!, ¡Detente! Es imposible,
no quieren.
Lo permito, cojo el camino fácil y ganan, de nuevo me someto ante
ellos. Y las veo entre la oscuridad, las diviso a ellas, a sus sonrisas
tétricas cargadas de carcoma pestilente. Porque lo saben, tienen el poder,
siempre lo tendrán. Soy parte de esa esencia manchada, sospechas que nunca desaparecerán.
Y no busco el perdón de otros, es el mío el que ruego. La
salvación del alma perdida es la que purga entre todo este desconcierto.
Deseché el amor, no lo defendí, y hoy esa pena anhelante del
pasado me consume. Sus caras son bocetos inanimados que el tiempo se empeña en
desdibujar, sus voces un timbre extinguido del que solo aguardo un grito. El de
mi destrucción.
—¡No te marches, mamá! ¡Por favor!
El egoísmo fue más fuerte y ahora en la soledad, pago esa pena.
No existe clemencia para esta causa, ni excusa, ni lamento. Porque hoy lo sé,
los pasos recorridos no pueden mirar hacia atrás.